Encontrarse con un ejemplar de Mi lucha, escrito por Adolf Hitler en 1924, causa repulsión. Tres veces durante la adolescencia -dos de ellas en una librería de compra y venta de libros usados, y la tercera en la casa de un vecino- experimenté tal desagrado. Pero ni siquiera la curiosidad me permitió hojearlo: siempre me detuvo la insoportable sensación de estar en presencia del mal radical, absoluto, definitivo, lo siniestramente mefistofélico; sí, aunque parezcan categorías poco científicas.
He allí el valor que tiene la publicación en lengua castellana de Mein Kampf. Historia de un libro *, en el que el periodista y documentalista francés Antoine Vitkine rastrea minuciosamente las repercusiones que Mi lucha -cuesta llamarlo libro- tuvo en Europa y en Estados Unidos en los años que siguieron a su publicación (1925). Asimismo, demuestra que la brutalidad que el régimen nazi impuso a partir de 1933, y que llegó a su paroxismo mediante la matanza industrial de millones de seres humanos, había sido anunciada -como proyecto político- por el propio Hitler cuando su ira lo hizo redactar Mi lucha. Esto, durante el corto y cómodo encierro que experimentó en la prisión de Landsberg, entre noviembre de 1923 y diciembre de 1924, tras el fallido intento de golpe de Estado que él y sus secuaces del Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores Alemanes habían intentado dar en Baviera.
En Mi Lucha, Hitler expone sin ocultamiento su pulsión exterminadora -y no sólo porque menciona con odio la palabra judío 373 veces- a partir del convencimiento de que el pretendido sentido de humanidad y de igualdad no es más que "estupidez y cobardía", dado que en la historia, como en la naturaleza, todo es lucha entre razas que pujan por su supervivencia. Es por eso que, casi al borde de la obscenidad, anticipa el destino que luego les esperaría a miles de personas con defectos físicos, porque "imponer a los individuos defectuosos la imposibilidad de reproducir individuos defectuosos es una obra de la más clara razón" y porque "se llegará, si hace falta, al despiadado aislamiento de los incurables, medida bárbara para quien tenga la desgracia de ser sometido a ella, pero bendición para los contemporáneos y para la posteridad".
Leído por demasiados
Como si se tratara de una conspiración a plena luz del día -como alguien la llamó-, Hitler también preanuncia que Alemania, en su carácter de guardiana de la raza aria, tiene por misión emprender una batalla hasta el fin contra el enemigo que su paranoia cree ver escondido -agazapado- detrás de todo: el judío. Por eso, Vitkine concluye: "Mein Kampf no es solamente un libro banal. También es un libro terrible, porque es de una violencia intensa, incluso para la época: un precipitado de odio, de un odio frío, recubierto de ropaje metodológico, sin apelación, absoluto. Mein Kampf banaliza el terror y anuncia también otra cosa: la utilización de todos los recursos de un Estado en la lucha contra los judíos, al servicio de una solución global, mundial, definitiva, de la cuestión judía, que debe saldarse con la desaparición de la 'raza judía'". Como se advierte, a Vitkine le ha tocado la penosa tarea de descender a la matriz del infierno hitleriano, para ensayar la prehistoria del libro que no debió ser escrito -que no debió existir-, lo que, por su parte, convierte a la obra del francés en aquella que nadie hubiera querido o necesitado leer.
Los estadistas de la época no desconocían Mi lucha. Josep Stalin, Franklin Roosevelt, Charles De Gaulle, Winston Churchill y Eugenio Pacelli (nuncio apostólico en Alemania y futuro Papa Pío XII) lo habían leído, al igual que David Ben Gurion, luego mentor del Estado de Israel. Es más: el propio Churchill -en los años 30, según uno de sus biógrafos- llegó a advertir con sensatez: "Con Hitler ya en el poder, pocos libros merecían ser estudiados con mayor atención por los gobernantes, los políticos y los militares de las potencias aliadas. Allí está todo". Más llama la atención, como bien alerta Vitkine, que Pacelli, pese a haberse horrorizado con Mi lucha en 1934, haya convencido a su antecesor, Pío XI, de que no convenía colocarlo en el Index de libros proscriptos por el Vaticano -en el que sí figuraba, en cambio, El mito del siglo XX, del también nazi Alfred Rosenberg- "para no oponerse frontalmente al Führer y evitar de esa manera atizar la política anticatólica del Reich".
Lo que sigue sorprendiendo es que Hitler haya concretado casi puntillosamente el proyecto que había preludiado en Mi lucha, en 1925. Por eso, aun hoy, el filósofo alemán Víctor Klemperer considera que "el mayor misterio del Tercer Reich" radica en saber "cómo fue posible difundir este libro ante la opinión pública y cómo, pese a ello, fue posible el reinado de Hitler, puesto que la biblia del nacionalsocialismo ya estaba en circulación varios años antes de la toma del poder". Claro que esta pregunta resulta por demás pertinente -y hasta obligada- teniendo como referencia los campos de concentración -simbolizados en Auschwitz- y su irremediable punto de ruptura en la historia de la humanidad. Pero en 1925, como también señala Vitkine (no sin razón), "¿podía ser realmente peligroso un libro que un espíritu racional juzgaría en la frontera del delirio?", ¿podía merecer "otra cosa que indiferencia este libro demasiado loco, demasiado torpe, de una pasión casi ridícula?". He allí las preguntas -sin respuestas- que siguen planteando Mi lucha y el nazismo a la conciencia humana, porque desde Auschwitz -como enseña Hannah Arendt- se sabe que, lamentablemente, todo es posible. O dicho en términos borgeanos: desde entonces se sabe que los infiernos hitlerianos de lo único que carecen es de irrealidad. © LA GACETA